Sala 001.08
En la década de 1980 surge una corriente de pensamiento feminista que se muestra cansada de los debates anteriores sobre la diferencia sexual entre hombres y mujeres: solo servían, según el análisis, para acentuar la discriminación por sexo y el reparto de los roles atribuidos a cada uno de ellos. Se desconfía de la categoría «género» asociada a rasgos biológicos y se entiende la identidad como una construcción social y performativa. Teóricas como Donna Haraway o Judith Butler marcarán las prácticas artísticas de una generación que busca desarrollar con su trabajo una política subversiva feminista.
Liliana Maresca y Marcia Schvartz pertenecen al mismo contexto, la Argentina de finales de la dictadura cívico militar (1976-1983) y la época posterior. En concreto, las esculturas de Maresca remiten a la violencia del pasado reciente, pero también a la llamada vital para la formación de una nueva sociedad dispuesta a cambiar el presente, a sustituir el cuerpo torturado por un cuerpo erótico y crítico, haciendo especial referencia a la liberación sexual femenina. Sus ensamblajes no constituyen obras cerradas, no son concebidas como objetos estáticos, sino que son activados, manipulados y modificados mediante la relación física o emocional de quien las usa, como si se tratara de un ritual de transformación.
Esta dimensión performativa también aparece en la obra de Schvartz en forma de títeres, escenografías e intervenciones urbanas. Es el caso de Doña Concha (1981), obra realizada en Barcelona durante los años que permanece en el exilio. Lo grotesco como espejo deformante de la realidad es una constante del teatro argentino, una estrategia poética tomada por Schvartz desde una mirada feminista e irónica.
Según Butler, la feminidad resulta una ficción imaginaria y reguladora. En A manifesto for cyborgs: science, technology and socialist feminism in the 1980s Haraway considera que la enfermedad es un lenguaje; el cuerpo, una representación, y la medicina, una práctica política. Estas ideas influyeron en la obra de Victoria Gil. Sus bocas, orificios del cuerpo femenino e icónicas máquinas de deseo, son transformadas en carne y herida. Del mismo modo, Jo Spence utiliza la fotografía teatralizada como lenguaje para la autorrepresentación y para enfrentar al espectador con cuestiones como la enfermedad o el trauma, desde el humor.
Ulrike Ottinger en su particular Orlando (1981) —revisión libre de la novela de Virginia Woolf—, articula a través de su protagonista transgénero, un imaginario freak y teatral, que hace evidente la puesta en escena de la idea de «diferencia». Los prejuicios, la crueldad, incluso la locura, que marcan la historia de la humanidad, son representados por Ottinger con una estética de resistencia a la regulación de los cuerpos aceptados socialmente.
Estas artistas encarnan identidades múltiples y difusas, identidades cíborgs, definidas por Haraway como mitad humanas, mitad máquina o mitad animal: los simios de Guerrilla Girls, los cuerpos astrales de Maruja Mallo, etc. El cíborg busca disolver el género, desnaturalizar lo biológico y apostar por la tecnología, la prótesis, la mascarada, lo grotesco y el humor, constituyendo en ese momento estrategias poéticas para la emancipación feminista.