Sala 401
El éxodo republicano hacia Francia constituye el primer acto del exilio. En rigor podría decirse que la Guerra Civil fue también un conjunto de diásporas, de desbandás, de columnas de «los ocho mil», de traslados de niños hacia Rusia o Inglaterra. Así lo documentaron fotógrafos como Gerda Taro y Robert Capa para una audiencia internacional sedienta de prensa gráfica y noticiarios. Y, de esta forma, cuando en enero y febrero de 1939 se produzca la salida final republicana en dirección a Francia habrá ya un imaginario diaspórico preparado para comprender la tragedia de la retirada, dotándola de su estatus mítico. No en vano se trata del «éxodo de un pueblo», como titulan Louis Lambert y Louis Llech en un documental amateur de valor incalculable. Allí vemos cruzar, a veces con desesperación, otras con alegría, con pertrechos o sin ellos, a caballo y a pie, solo algunos cientos del medio millón de niños, mujeres, viejos, hombres, soldados que abandonan la España ya franquista. Un país entero se marcha. Y con él se fija una iconografía llamada a perdurar. Allí también se establece la comprensión de los futuros desplazados de conflictos por venir. También en eso la Guerra Civil española fue fundacional: ofreció al mundo una figura mediática recurrente, la del refugiado que, a pesar de contar con antecedentes de toda suerte, acaba por dotarse de estatuto moderno entonces y durante la inminente contienda mundial. Nace desde ahí el exiliado como el representante histórico moderno de la vulnerable y azarosa condición humana.
El imaginario del éxodo del 39 se construye a través de los códigos culturales de diásporas míticas —expulsiones de Egipto, Sagradas Familias, travesías del desierto— y, desde esta perspectiva, no sorprende señalar las raíces judías de algunos de los mediadores clave de esta experiencia, como los propios Capa y Taro. Porque pintado en primera persona, desde el exilio, como en los cuadros de Jesús Martí Martín, la partida republicana se manifiesta antes como una suerte de infierno dantesco, como la reunión de un pueblo condenado, cuyos rostros difusos, espectrales, anticipan el proceso de disolución de la individualidad de sus miembros en la experiencia diaspórica, la ruptura de la identidad, el triunfo de la anomia.
En tiempos de fronteras nacionales, con solo cruzar una línea, los republicanos españoles corren el riesgo de perderse a sí mismos, su filiación política, su propia biografía para convertirse en apátridas, seres sin nombre, lengua o historia a los ojos de los habitantes de sus nuevos países. En tal momento nace el exilio como experiencia fundacional de resistencia al desreconocimiento, de negación de la derrota política y de la muerte social. Así, la condición del exiliado constituye una nueva declinación de la identidad republicana, una que reclama de sus miembros tareas permamentes de reafiliación y nombramiento, con la esperanza de garantizar una identidad y una memoria que acabe permitiendo sobrevivir individual y colectivamente. La memoria ocupa la parte sustancial de estos trabajos, y requiere formas con las que a través de la escritura y el arte, en dispositivos con frecuencia tardíos, se reconstruyan los vínculos, se organicen relatos, experiencias y archivos. En tal proceso los republicanos no estarán solos, contaban a su favor con la simpatía antifascista de buena parte de la opinión pública internacional, con el trabajo de fotoperiodistas, reporteros, cineastas y artistas, y con redes de solidaridad en sus países de acogida.
Pero hay también otras corrientes de opinión, excluyentes, para las cuales el migrante republicano se fantasea muy pronto como objeto de temor y de odio. Max Aub documenta la delgada línea que va de la acogida a la represión, del campo de refugiados al sistema concentracionario, de la ayuda humanitaria al batallón de castigo, del asilo al trabajo esclavo. Las complejas intersecciones de categorías raciales y culturales transforman a las tropas coloniales senegalesas en guardianes implacables de los republicanos derrotados. Para marcar estos tránsitos, sutiles, que suceden mientras triunfan los fascismos en el mapa europeo, resulta imprescindible el extenso archivo visual de los campos franceses, parte clave del cual son los dibujos de Josep Bartolí y de Antonio Rodríguez Luna. Allí se documenta la vida concentrada, las formas de exposición y fuga de los cuerpos a la vigilancia y al castigo, el extraño discurrir del tiempo tras los alambres, la fragilidad humana frente al espino. También se habla de cotidianidad, de cuidados, de la importancia de los pequeños gestos de dignidad en la lucha por la supervivencia.
De desplazados a concentrados: la alambrada será el símbolo de esta nueva condición política. Aub documenta cómo el campo genera su propia lógica sobre los cuerpos que administra, y cómo es la propia existencia de una población concentrada la que acaba reclamando su misma movilización y exterminio. De Argèles-sur-Mer a Djelfa o a Mauthausen, pasando por Roland-Garros: los cuerpos exiliados que carecen de contactos para lograr un pasaporte a México se pieden en el laberinto del terror totalitario, con paradas en el maquis o en la Légion étrangère. Tras la victoria aliada, las fotos de Francesc Boix contrapuntean desde dentro el relato sobre el Holocausto que nace de las fotografías de corresponsales como Lee Miller. Pero los supervivientes de los lager van a necesitar años para elaborar sus memorias en lienzos que, como Espoir (1950) de José García Tella, al tiempo que testimonian el terror de los campos proclaman frente al mismo el triunfo del arte y de la vida.
Apenas hoy estamos aprendiendo a valorar ese inmenso caudal de memorias y formas documentales, hasta fechas recientes despreciadas. Si Picasso, en 1947, tiene que pintar un Monument aux espagnols morts pour la France dedicado a los republicanos que tomaron parte en la Resistencia antifascista, para otorgar el reconocimiento que el estado galo les postpuso, los crudos dibujos de Ricardo Marín y Llovet testimonian en directo el trato degradante que, muy poco antes, habían recibido los refugiados españoles en aquel mismo país, señalando así la complicidad de aquel Estado y de una parte de la ciudadanía francesa —frentre a la solidaridad de otra parte— en los destinos terribles que unas mujeres y hombres sin país tuvieron que sufrir entre alambradas y exilios.