Sala 414
Öyvind Fahlström: Ópera, 1952-1953

Opera empezó con mi descubrimiento del rotulador en 1952. Gracias a él podía trabajar no solo con un negro relativamente preciso y uniforme como la tinta, sino también con variaciones de gris que no quedaran emborronadas como las del grafito y, además, mediante la punta de fieltro producía texturas aleatorias. El placentero espontaneísmo de una forma tal de trabajar se tornó monótono al cabo de un tiempo. Comencé a juntar varias hojas dibujadas y vi como empezaban a aparecer conexiones y procesos de más envergadura; pero también que las distintas propuestas, cuando se unían para conformar un todo, producían rupturas, sucesos «antinaturales» inesperados en el papel.

Texto de Öyvind Fahlström

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Opera empezó con mi descubrimiento del rotulador en 1952. Gracias a él podía trabajar no solo con un negro relativamente preciso y uniforme como la tinta, sino también con variaciones de gris que no quedaran emborronadas como las del grafito y, además, mediante la punta de fieltro producía texturas aleatorias. El placentero espontaneísmo de una forma tal de trabajar se tornó monótono al cabo de un tiempo. Comencé a juntar varias hojas dibujadas y vi como empezaban a aparecer conexiones y procesos de más envergadura; pero también que las distintas propuestas, cuando se unían para conformar un todo, producían rupturas, sucesos «antinaturales» inesperados en el papel.

Yo, por aquel entonces, estaba interesado en las estampas mexicanas de época precolombina que se iban desarrollando página tras página en largas secciones dobladas en zigzag. Y en la música: como artista plástico, echaba en falta la dimensión temporal que existe en la música. Me atraía en particular esa mezcla «impura» de concierto y teatro que se da en la ópera (¡El anillo de los nibelungos, por ejemplo!). Veía como, al igual que en cierto arte primitivo, oriental y medieval, era posible trabajar con imágenes tan ricas en contenido y tan extensas que no era posible dar los consabidos pasos atrás para, con los ojos entornados, gozar de la totalidad… Quería que el espectador moviera no solo los ojos, sino toda su persona a lo largo de la imagen y en torno a ella, como si estuviera interpretando un mapa o jugando al Monopoly o al fútbol.

La idea del juego era igualmente interesante para mí en esa misma época, cuando escribí el manifiesto de la literatura concreta. También ahí había cierta impaciencia ante la monotonía y el privatismo del automatismo puro. Deberíamos ser capaces de darnos unas reglas del juego sencillas, de crear marcos de referencia dentro de la obra de arte. La primera regla sencillísima en el caso de Opera fue: repetir. La repetición se me antojó entonces un gran descubrimiento: no (solo) seguir pintando con complicaciones siempre cambiantes, sino tomar decisiones: esto es importante, a esto hay que atribuirle un papel. Debe reaparecer en contextos nuevos; también reaparecer cambiado, pero reconocible.

Así surgió el signo, esa forma abstracta tan distintiva como para ser reconocible, pero que al mismo tiempo estaba compuesta de tal modo que los varios significados sugeridos se mantenían a raya entre sí, con lo que el signo no resultaba unívoco. Yo he visto ese signo peculiar semejante a un peine que Capogrossi repetía en un cuadro tras otro. Y las máquinas-signo-personas-robot de Matta, que entonces eran para mí lo más fascinante que se estaba haciendo en las artes visuales.

Gradualmente Opera llegó a tener más o menos un protagonista, esa especie de ser semejante a una larva que tiene la «cabeza» grande y un «bache» en medio. Aparece cada vez con más frecuencia en la segunda mitad de la obra. Se ve «amenazado» por esa forma que parece una alabarda o un hacha. (Un elemento más unívoco, que al escorarse casi representa «algo que saja»). Al final el signo larva estalla en pedazos.

También al final se ven otros recursos típicos: la repetición rítmica y ornamental del «signo arcada», por ejemplo, que martillea su ritmo contra el ritmo dactílico de los signos de la parte inferior y las largas series de figuras menudas aglomeradas de forma caótica. La tensión creada entre la espontaneidad caótica del interior y la disciplina de las filas rectas exteriores, que al final desciende en dos tramos, como un sencillo contrapunto a los «postes» claros que tienen el signo importante. (El final en sí lo inspiró una descripción de una pieza de Josquin des Prés, compositor del siglo XV).

¿Por qué es importante el signo que acabo de mencionar? Porque se ha reservado para contextos culminantes u otros contextos importantes, y se ha introducido en ellos (si no recuerdo mal, lo llamé «signo sublime»).

Al final también se ven elementos-signos fragmentados en una especie de campo de ventanas. Esto fue el preludio de la técnica de descomposición que llevé a cabo más tarde con cientos y miles de elementos en los dibujos de Kalas y en el cuadro Dr. Livingstone.

A través de la forma alargada del dibujo, el movimiento de lectura de Opera resultaba prácticamente obvio. Con posterioridad, al hacer obras más fáciles de abarcar con la vista (como Sitting..., 1962), quise controlar el movimiento introduciendo secciones, igual que en una historieta. En un lugar de Opera aparece una imagen de cuatro viñetas en las que el signo larva corre diversas aventuras (la dirección de la lectura la sugiere la sección dividida en cuatro que hay debajo).

De ese modo, por su extensión y su técnica flexible (rotulador y tinta), Opera sirvió de campo de experimentación para distintas formas de trabajar, distintas ideas y recursos que se desarrollaron en trabajos posteriores. Al difundirse ahora en una edición sin firma, se hace realidad también una de mis ideas favoritas, y se rompe el aislamiento del fetiche unipersonal.

Öyvind Fahlström
1968

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