Aunque el Museo como institución pública aún mantiene su importancia en la trama de industrias creativas, en la actualidad ha perdido una parte de su poder de mediación o, al menos su posición privilegiada, en la definición de lo que hoy entendemos por cultura.
Quienes conforman el panorama cultural son, por un lado, los grandes actores de la industria de la cultura y de la comunicación y, por otro, el magma difuso de los productores que actúan desde la subordinación de su singularidad creativa, ya sea vendiendo su capacidad de creación, o siendo expropiados de ella. Además nos hallamos inmersos en una profunda crisis del sistema de la que el museo no es ajeno. Si el paradigma económico basado en la especulación y el dinero fácil no se sustenta, es también evidente que la primacía del edificio y del espectáculo sobre el programa artístico del museo ha dejado de tener validez. La exigencia de inventar otros modelos es imperiosa.
La generación de un nuevo modelo cultural debe ir acompañada de cambios institucionales, porque las instituciones son las principales estructuras de invención de lo social, de un hacer afirmativo y no limitativo. Esto es más importante en nuestra época porque en la sociedad moderna occidental las artes de gobierno no consisten en aplicar medidas represivas, sino en hacer que éstas se interioricen. Con la llegada en las últimas décadas de lo que Luc Boltanski y Ève Chiapello denominaron crítica artística como forma característica de las relaciones laborales, el individuo pasa, de forma natural y no forzada, a jugar un papel activo en su propia sujeción al dominio gubernamental. La crítica artística reclamaba una vida auténtica, no alienante, asentada en la creatividad y en la no dependencia de un patrón y unos horarios fijos prototípicos del fordismo. Pero a la vez, promovía la subordinación del sujeto a una estructura laboral en la que es el productor cultural mismo quien favorece su propia precarización. Este último intenta alcanzar una mayor libertad y flexibilidad a costa de la expropiación de su trabajo a manos de quienes poseen el capital o las vías legales de desposesión. O lo que es lo mismo, a costa de la introducción de su propia actividad creativa en la lógica del mercado o en formas de dominio cultural al servicio de proyectos de apropiación del espacio público.
La defensa de la institución pública se hace hoy muy difícil de sostener. La dicotomía entre “público” y “privado” en que se ha sustentado la organización social en el último siglo y medio ya no funciona. La dimensión creativa que define nuestra sociedad se encuentra tanto en lo privado como en lo público, y la diferencia entre ambos se determina de un modo arbitrario. Lo público, como gestor de la creatividad, no garantiza que ésta no sea expropiada con finalidad de lucro. Lo público señala ahora a un régimen de gestión fundado en la propiedad, cuyos bienes son por tanto enajenables, por más que éstos sean más o menos accesibles a un grupo amplio de población o que sean administrados por el Estado.
En este contexto es donde se hace necesario el replanteamiento de la institución desde el ámbito de lo común. Este emerge de la multiplicidad de singularidades que no construyen una esfera pública estatal, aunque tampoco privada, sino al margen de ambas. Para ello es esencial romper la dinámica de franquicias, que tanto parece atraer a los responsables de los museos, y pensar más bien en una especie de archivo de lo común, de una confederación de instituciones que compartan las obras que albergan sus centros y, sobre todo, participar las experiencias y relatos que se generan a su alrededor. Sólo así podremos decir que poner el yo en plural depende de mi implicación en el mundo con los demás, y no en mi acceso al otro. Es en ese lugar, emplazado entre el yo y el otro, donde se realiza la esfera de lo común. Una esfera que es distinta de la pública. Lo público, en el fondo, no nos pertenece. Lo público que nos proporciona el Estado reside meramente en la gestión económica delegada por un todo colectivo en la clase política. Lo común no es una expansión amplificada de lo individual. Lo común es algo que nunca se lleva a término. Lo común sólo se desarrolla a través del otro y por el otro, en la sede común, en el ser compartido, por utilizar los términos de Blanchot.
A menudo nos imaginamos una construcción artística en la que el otro habla con nosotros, pero en realidad no es así. No es suficiente con representar al otro, hay que buscar formas de mediación que sean simultáneamente ejemplos y prácticas concretas de nuevas formas de solidaridad y relación. Ello implica cambiar la narración lineal, unívoca y excluyente a la que se nos ha acostumbrado, por otra plural y rizomática, en la que no sólo no se anulen las diferencias sino que se entrelacen. Ello acarrea también la trasgresión de los géneros y cánones establecidos, así como la ampliación de la experiencia artística más a allá de la contemplación y la incorporación de proyectos que no se agotan dentro del circuito artístico ni se reducen al mundo institucional establecido. Si el gran objetivo de las industrias culturales y aun de las instituciones artísticas, es la búsqueda del afuera, de la innovación, y de aquello que emerge por doquier con el fin de domesticarlo o convertirlo en mercancía, la nueva esfera institucional debería tener una dimensión abierta, explícitamente política. Recoger esa multiplicidad y a la vez proteger sus intereses y favorecer las excedencias éticas, políticas y creativas que antagonizan en un espacio compartido. Es muy importante la búsqueda de formas legales adecuadas a la estructura de la red como forma de producción y la promoción de lo común frente a la industria. Hemos de lograr que las instituciones devuelvan a la sociedad lo que capturan de ésta y que no se produzca el secuestro de lo común a través de las individualidades que constituyen ese magma.
Desde el Museo Reina Sofía estamos desarrollando varias líneas que buscan precisamente la transformación del museo en un museo de lo común:
La Colección. Ésta no construye una historia compacta y excluyente, aunque tampoco es el cajón de sastre del multiculturalismo. Pensamos en una colección en la que se establecen múltiples formas de relación que cuestionen nuestras estructuras mentales y jerarquías establecidas. Propugnamos una identidad relacional que no es única ni atávica, sino de raíz múltiple. Esta situación determina la apertura al otro y plantea la presencia de otras culturas y modos de hacer en nuestras propias prácticas, sin miedo a un hipotético peligro de disolución. Por supuesto, no se puede entender la poética de la relación, sin tener en cuenta la noción de lugar. La dependencia centro-periferia deja de tener sentido, y no se produce, como ha ocurrido tantas veces en nuestro país, una reivindicación del centro a partir de la periferia. La relación no va de lo particular a lo general, o viceversa, sino de lo local a la totalidad-mundo, que no es una realidad universal y homogénea, sino plural. En ella el arte busca simultáneamente el absoluto y su opuesto, es decir, la escritura y la oralidad.
Trabajamos en la creación de un archivo de lo común. Una especie de archivo de archivos. Somos conscientes de que “el archivo” se ha convertido en un lugar recurrente en la práctica artística contemporánea, una figura retórica que sirve para agrupar las tentativas más dispares, caracterizadas a menudo por el simple acopio de una documentación irregular. Siguiendo a Derrida nos podríamos preguntar si acaso el archivo no acarrea un cierto peligro de saturación de la memoria e incluso la negación del relato. Sin embargo, para el archivo de lo común, el relato o relatos que sus miembros originan son tan importantes como el propio documento. No se manifiesta una voluntad fetichista de preservarlo y conservarlo todo, sino sólo aquello que los miembros de la comunidad consideran pertinente o forma parte de sus acciones. Derrida nos explica que el archivo es a la vez un topos, un lugar y un nomos, la ley que lo organiza. En el archivo de lo común esta ley es compartida, no instituida, sino instituyente. No responde a una genealogía del poder, ni ordena jerárquicamente los saberes de la sociedad. Su función va más allá de la catalogación de datos y obras y su puesta a disposición de la comunidad. Se comparten las opiniones, comentarios y juicios de sus usuarios, pero también las normas que ordenan dichas opiniones.
El archivo de lo común entraña la ruptura con la noción del museo como propietario único de una colección patrimonial, sustituyéndola por la de custodio de bienes que nos pertenecen a todos, y favorece la creación de un saber compartido. La fabricación de la memoria es social, se configura a partir de la experiencia de recordar juntos. Un período de amnesia general como el nuestro, que parece haber substituido a una época en la que la historia era omnipresente (la de los delirios nacionales e imperiales), necesita más que nunca del recuerdo productivo. Es importante que estas historias se multipliquen y circulen lo máximo posible. Si el sistema económico de nuestra sociedad se basa en la escasez, lo que permite que los objetos de arte alcancen unos valores desorbitados, el archivo de lo común se asienta en el exceso, en una ordenación que escapa al criterio contable. En este caso, el que recibe las historias es sin duda más rico, pero el que las cede (narra) no es más pobre.
Finalmente, desde el Reina Sofía se está organizando una red heterogénea de trabajo con colectivos, movimientos sociales, universidades, etc. que cuestionan el museo y que generan ámbitos de negociación no meramente representativos. Este espacio se produce desde el reconocimiento de estos otros agentes –al margen de su grado de complejidad institucional- como interlocutores válidos, como pares, a la hora de definir los objetivos y administrar los recursos. Por otra parte, es primordial dejar de lado las nociones convencionales y apriorísticas de legitimidad, nadie puede arrogarse mayor legitimidad que el otro, así como el uso de la cultura para justificar fines ajenos a ese proceso abierto de construcción de lo común.
Todo ello comporta, sin duda, el replanteamiento de la autoridad y del papel ejemplar del museo, para dotar a esta búsqueda colectiva de modos no autoritarios y no verticales de acción cultural. Facilitar plataformas de visibilidad y de debate público.